Cerró los ojos. Inspiró una bocanada de aire y agudizó sus oídos.
Escuchaba las respiraciones acompasadas de su orquesta. Lo sentía todo.
Abrió los ojos y alzó la mano, dejando a un lado a Tomás Figueras, sus inseguridades, sus miedos y su historia.
Adiós al niño que jugaba con aviones de papel, siempre tratando de crear uno que volara más alto, más veloz, más certero. Adiós a su familia y amigos, sí, incluso a Sofía, su esposa fallecida demasiado joven, la mujer con la que tanto había compartido en un tiempo tan corto. Adiós a su esfuerzo, tantas horas practicando con la orquesta en una continúa búsqueda de la perfección, o al menos, de la cantidad de perfección adecuada, tanto a lo que fueran capaces de llegar. Tan solo permanecía el movimiento grácil y definido de su brazo que dibujaba ondas y líneas rectas, manteniéndose en el aire unos segundos y luego deslizándose hacia abajo con inmensa agilidad, dirigiéndose a la orquesta.
Y así, tras la despedida inevitable de sí mismo, Tomás, que ya había dejado de ser Tomás, se convertía en la novena sinfonía de Beethoven, en puras notas que envolvían a los músicos y se expandían por todo el auditorio penetrando en oídos atentos, en aquellos inexpertos y en los que no solo oían sino que también escuchaban, y ante sus ojos, se encontró inmerso en una gama de colores variados: destacaba el gris de los flautines que acariciaba el verde de los oboes. Distinguía las infinitas tonalidades del amarillo en trompas, trompetas y trombones. Oh, y ese naranja, semejante atardecer que se asomaba sobre los violines, como un bucle de atardeceres que convergían en un mismo auditorio. Y a medida que la sinfonía avanzaba, los colores danzaban entre sí y aparecían muchos nuevos: el azul de los coros, claros y oscuros que dependían de la intensidad de sus voces.
Y finalmente, el rojo. Un desenlace tan sobrecogedor debía acabar en rojo.
Así, en ese momento en el que los colores se desvanecían y entremezclaban con la realidad, durante esos breves instantes en los que Tomás empezaba a reencontrarse consigo mismo, pudo ver y saborear con sus propios ojos las dos cosas que más amaba: la música y sus músicos y amigos.
“Soy Tomás Figueras” se dijo volviendo a la realidad. Volvió a coger un torrente de aire que le llenó los pulmones. Alguien de entre el público prorrumpió en un aplauso que siguió en una profunda y sincera ovación estremecida por aquel espectáculo.
Tomás Figueras escuchaba algunas palabras sueltas de espectadores de la primera fila:
“Es muy joven” “Es un genio. Está loco pero es un completo genio.” “Es raro, dirige una orquesta que no podrá escuchar”
Y entonces Tomás componía una media sonrisa arrogante dándose la vuelta e inclinándose en una respetuosa reverencia. Tenía treinta y tres años y no recordaba una vida alejada de la música; sin embargo, aquella era la primera vez que dirigía un tema tan significativo como la novena de Mozart.
Mientras volvía a inclinarse, no pudo evitar fijarse en alguien de entre el público que sobresalía con sus aplausos. Un niño ciego sonreía emocionado junto a su cuidadora.
Tomás volvió a sonreír, esta vez, emocionado y orgulloso. Su rareza, o lo que al principio se le consideraba como tal, había resultado ser fuente de inspiración para aquel chico que, entre aplausos disfrutaba con todos sus sentidos de la obra.